MATAR AL PRESIDENTE
Por Fernando Londoño Hoyos
El atentado en Cúcuta contra el Presidente y su comitiva, incluidos en ella los Ministros del Interior y de Defensa, no puede sorprendernos. Nos parece detestable, horrendo, más que peligroso para la paz pública. Pero sorprendernos, no.
Para que no se desgaste tanto el aparato investigativo del Estado, que nunca dirá lo que pasó, le economizamos el trabajo y las recompensas. Al Presidente lo quiso matar el narco tráfico. ¿Estamos?
También fue el narco tráfico el que puso la bomba en la Escuela de cadetes General Santander y las tres que estallaron en la Brigada de Cúcuta; el que ha humillado al Ejército cuantas veces ha querido, obligándolo a salir, como perro regañado, de los centros de producción de Cocaína del cauca y del Caquetá; el que mantuvo cerrada la Carretera Panamericana durante meses; el que hace poco atacó una base militar de la que salieron en fuga vergonzosa los que cuidaban las instalaciones petroleras adyacentes; el que quema camiones, cuando le da la gana, en la carretera que lleva de Medellín al mar; el que paralizó, semanas enteras, el Puerto de Buenaventura y las exportaciones colombianas y las importaciones esenciales para el país; el que montó las barricadas que dejaron sin comida millares de personas en Cali, Popayán y Pasto; el que ha duplicado este año las cifras dramáticas de desplazamientos campesinos; el que ha vuelto pedazos a Bogotá y ha reducido al fuego los medios de transporte masivo de la capital y de Cali; el que ha montado retenes en todas las carreteras, sin que pueda hacerse nada para eludirlos sin el pago repugnante de la cuota fijada para esa extorsión; el que desde las llamadas ollas del micro tráfico produce los más altos niveles de inseguridad ciudadana que nunca se conocieron.
No es fácil entender, conociéndose como se conoce el enemigo, por qué no se lo ataca. Por qué se mantienen maniatada la Policía y maniatado el Ejército para que cumplan de verdad y a fondo su tarea. Por qué no despegan los aviones con el glifosato para erradicar sus cultivos.
Por qué no se extraditan esos bandidos. Por qué se insiste en la parodia de mantener en el Congreso los criminales a los que Santos entregó el país. En suma, por qué no se hace nada contra el enemigo que por muy poco no asesinó al Presidente y a sus Ministros.
La noticia del atentado llegó de la mano de otra, que el Gobierno ha querido en vano opacar. Los cultivos ilícitos están disparados. El área sembrada de coca voló a la cifra astronómica de doscientas cuarenta mil hectáreas, de las que producen tres veces más cocaína que hace quince o veinte años. Hablando literalmente, sin aspavientos retóricos, estamos nadando en coca. Poner en entredicho esa cifra escandalosa porque contrasta con la de las Naciones Unidas en la llamada SIMCI, es una simple tontería. El dato de la Secretaría de Estado es producto de mediciones tomadas con satélites y no tiene contradicción posible. Este paro, de más de año y medio, no ha servido más que para multiplicar las siembras de coca y la producción de la mil veces maldita cocaína.
Los que cometieron el atentado contra el Presidente no eran aprendices. Sabía bien cómo disparar y dónde pegar los tiros. Si fallaron fue por suerte o por milagro. Como ustedes quieran.
Dice el viejo adagio que no hay mal que por bien no venga. La tragedia de la que escapamos debe servir para tomar valerosas decisiones. Porque ha planteado una alternativa ineludible: o es Colombia, o es la coca.
Llegó la hora de las grandes definiciones. La batalla contra los cultivos ilícitos y contra sus hermanas de sangre, la explotación de los ríos para la producción de oro, no puede eludirse. Dejemos atrás el cuento de la erradicación manual, que no sirve para otra cosa que para contar mentiras y sacrificar sin piedad gente inocente. Dejemos en el olvido la intervención de la JEP para permitir la extradición de bandidos. Dejemos también en el olvido la prohibición de los bombardeos y de las fumigaciones aéreas. Dejemos las consideraciones con las ollas, con los traficantes, con las embarcaciones que portan la coca, con el manejo grotesco de los miles de millones de dólares que se pasean orondos por el país. O destruimos el negocio nefando de la cocaína o estamos perdidos.
Celebramos, como todos los colombianos de bien, que el Presidente haya escapado con vida de este atentado atroz. Pero que la lección sirva para que hagamos velas hacia las grandes soluciones. Los desafíos son para aceptarlos. Los que quisieron matar al Presidente nos han dejado bien advertidos de lo que se proponen.
La cuestión queda entre aceptar el reto o arriar definitivamente las banderas para dejar el país en manos de los dueños de la cocaína.